Respiro profundamente. He intentado sacar conclusiones de la situación en la que vivo actualmente. Nada. No me sorprende. No hay nada dentro de mí. Ya no sé llorar, y eso me hace ser insensible. Ya no se reír, y eso me convierte en un témpano de hielo. Que ría o que llore ahora no significa que sepa hacerlo, simplemente lo hago y no sé por qué, ni cómo.
Mi apuesta más firme en la actualidad es la evasión, la evasiva del deber y el creer. Respondo a las tentativas de la sociedad sin juicio ni reflexión anterior alguna sino que, simplemente, me limito a decir palabras inconexas que cazo al vuelo de la diafanidad de mi cerebro. Nadie las entiende porque no siento que quiera decir nada. No quiero decir nada.
Escribo, como siempre, como salvavidas en este naufragio sentimental. En una isla desierta sin querer preguntarme si alguien se preocupará porque no estoy entre ellos, por si estoy bien o me estoy muriendo. Y así es. Me estoy dejando morir. La visión del guerrero del pasado ya es solamente un sueño, algo que para mí jamás fue real. Mi arma se ha perdido y ahora se habla de ella como si del Santo Grial se tratase. ¿Dónde está, cuál fue, a quién derrotó y a quién perdonó la vida? Ya no importa. Es más, dejó de importar hacer mucho.
Si algo he aprendido de la vida, a buen seguro lo he olvidado. Ya no quiero tener nada que ver con lo que me rodea, tampoco con lo que no conozco. Me reservo para la observación y poco más porque si siento, se me acusa de mentir. Si sonrío, se me acusa de falsedad. Si hablo, de incongruencia e ignorancia. Si lloro, de debilidad. Pero si observo, de nada soy culpable. Si estoy de pie sin nada más que hacer, no soy criminal de la existencia.
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